Recuerdo que de pequeño me sentía un poco raro porque yo era de los pocos que no tenía "pueblo". Llegaba Semana Santa o el verano y todo el mundo se iba al pueblo. Y algunos incluso a dos, al de su madre y al de su padre. Yo en cambio, como mis padres ya nacieron en Barakaldo y mis abuelos prácticamente también, no disponía de aquel retiro habitual de infancia. Y no es que no nos fuéramos de vacaciones por ahí, que sí lo hacíamos, y mucho y muy lejos, pero me sentía diferente al resto de chicos. Muchos veranos suplía esta figura de "el pueblo" con Villasana de Mena, donde mis abuelos tenían una casa a pesar de no ser originarios de allí, o con Guriezo, donde la tenían mis tíos, y ambos sitios, aunque no eran propiamente "el pueblo", me servían para experimentar las vivencias que se suponen inherentes al binomio niño-pueblo: pasar las tardes en la piscina y jugando a fútbol, aprender a montar en bici, comenzar a salir en las verbenas, perderse en el bosque, hacer un casa-árbol... y en definitiva vivir aventuras.
De aventuras, y sobre todo de cómo contarlas y escribirlas, sabía mucho el gran Miguel Delibes, de quien ya recomendé aquí "El Hereje" y sobre todo "El Camino", que recrea a la perfección la vida de un grupo de amigos en un pueblo. Y sin duda otro que sabía mucho de aventuras, quizá algo más intensas y globalizadas, y que las experimentó en sus propias carnes, fue Jack London, quien casualmente también escribió un libro titulado "El Camino" y que acabo de leer recientemente.
Se trata de una especie de autobiografía (aunque da la sensación de que también introduce algunos elementos de ficción) en la que el escritor estadounidense cuenta parte de sus años jóvenes. En un momento dado, cansado ya de su rutinaria vida, Jack London decide conocer mundo y vivir nuevas experiencias y para ello decide convertirse prácticamente en un vagabundo. Así, con las manos en los bolsillos, pidiendo comida de puerta en puerta y colándose en los trenes de mercancías, recorre una y otra vez el país, haciendo amigos y enemigos, aprendiendo de todo y de todos y viviendo emocionantes episodios que acabarían marcándole para toda su vida. Si bien es verdad que algunos capítulos se hacen un poco pesados, la mayor parte del libro tiene esa esencia de alma aventurera que caracteriza a London, que contagia al lector, y que tan amenos hace sus relatos. Y es que quizá London tampoco tuvo un pueblo cuando era pequeño, pero desde luego que supo buscárselo.
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