Mens sana...

Llevo ya un par de semanas sintiéndome algo alicaído, sin ganas de nada, ni leer, ni escribir en el blog, ni salir a dar una vuelta. Incluso un poco triste, no sé. Y además me encuentro como cansado, que me pesan las piernas, que me da pereza levantarme y hasta casi me da pereza sentarme -¡dios mio, cómo puede ser eso!-. Pero si es que además llevo un par de semanas sin hacer deporte, ¡cómo voy a estar cansado! Lo venía achacando últimamente a la primavera y a los cambios de tiempo, con todo este sol y estos calores que habitualmente me influyen mucho (aunque normalmente en sentido contrario, pero bueno...). Pero hoy, venciendo la pereza y terminando por fin el último libro de Punset, me he topado con otra posible explicación.

Y es que, corroborando lo que los antiguos griegos y romanos ya sabían, recientes investigaciones de la Universidad de California-Los Ángeles (UCLA) han probado que el ejercicio físico fomenta el envío al cerebro de la proteína IGF1, la cual, mediante un sofisticado proceso, termina ayudando a la creación de nuevas conexiones entre neuronas y al desarrollo de un pensamiento más sofisticado, una mayor facilidad de aprendizaje, una mejora en la capacidad memorística y en resumen a una mejor salud mental -incluso algunos estudios apuntan a una posible mejora en la protección frente al Alzheimer- ¿Será esta reciente carencia de ejercicio y deporte la causante de mi desgana? Pues en más que probable que tenga buena parte de la culpa.


Sabíamos ya que por ejemplo nuestros genes y nuestra dieta podían determinar nuestra salud física y mental, e intuíamos que el ejercicio físico nos hacía sentir mejor, y ahora lo vemos confirmado. Con todo ello, lo cierto es que la ciencia nos ayuda, además de a comprender la naturaleza y el universo en que vivimos, a conocer aquello que nos estimula por dentro, el porqué de nuestros comportamientos, el porqué de nuestras emociones y sentimientos, incluso el porqué de nuestra salud, y en definitiva el porqué de nuestra felicidad.

¿Qué nos hace humanos?

Hace pocos días leí la noticia de que se había publicado la adaptación en cómic de la novela "¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?" de Philip K. Dick. El dibujo del cómic parecía de lo más atractivo, a la vista del par de imágenes que colgaron junto a la noticia, pero sin duda, lo más interesante de la adaptación será ver cómo consigue reproducir las profundas ideas que el autor estadounidense plasmó en la novela, y que ya fueron llevadas con éxito al cine gracias a la película Blade Runner.

Dirigida por Ridley Scott y considerada un película de culto y una referencia básica para los amantes de la ciencia-ficción, Blade Runner está basada también en la misma novela de Dick, y a pesar de que la adaptación no fue todo lo fiel que algunos querían, ambas comparten una interesante idea y ambas dan pie a una reflexión profunda acerca de la naturaleza humana: ¿qué es lo que nos diferencia de las máquinas o las computadoras? ¿pueden éstas sufrir y sentir como nosotros? y en definitiva ¿qué es lo que realmente nos hace humanos?

Al principio la respuesta parece fácil, incluso obvia: nosotros estamos hechos de carne y hueso y en cambio las máquinas o androides son de metal u otros materiales artificiales; o bien que nosotros podemos pensar y ellos no. ¿Pero es tan sencillo? Los imparables avances científico-tecnológicos son capaces de simular, cada vez con más precisión, la estructura y el material corporal humanos, y no nos encontramos lejos de replicar artificialmente la regeneración celular. En cuanto al pensamiento, la inteligencia artificial avanza a pasos agigantados; los ordenadores cada vez tienen una mayor capacidad de procesamiento y empiezan a ser capaces de aprender de sus decisiones anteriores y a modelar sus respuestas futuras en función de su experiencia acumulada. Parece por tanto que estas cuestiones no nos diferencian tanto como humanos -o al menos dejarán de hacerlo pronto-.

Otras características que creíamos que nos hacían humanos, y que nos diferenciaban por ejemplo de otros animales, eran nuestra capacidad de fabricar y utilizar herramientas -característica que han echado por tierra ya los chimpancés al demostrarse también capaces de ello- nuestra capacidad de tomar decisiones basadas en la razón -aunque ahora ya sabemos que la mayoría de nuestras decisiones las tomamos basándonos en el subconsciente- o el tamaño de nuestro cerebro -se sabe ya que tampoco es determinante; los Neandertales lo tenían más grande y sin embargo no estaba bien aprovechado-.

Algunos estudios científicos recientes apuntan a la empatía como particularidad diferencial en los seres humanos. Nuestra capacidad de entender los sentimientos del prójimo, ponernos en su lugar y compartir sus emociones. Y bien es cierto que parece difícil creer que esta cualidad pueda ser imitada por los futuros androides o "replicantes" que anden entre nosotros dentro de unos cuantos años. En su último libro "Excusas para no pensar", Eduardo Punset comenta que la clave para el desarrollo de esta empatía fue nuestra capacidad para cocinar. Esto nos ayudó a conservar la comida, hacernos sedentarios, y en último término a desarrollar un sentimiento de respeto hacia la comida -y las pertenencias- de los demás, lo cual constituyó la raíz de nuestra empatía y por tanto nuestra singularidad humana.

Ciertos o no, la verdad es que todos estos estudios y teorías parecen a veces sacados de la ciencia-ficción (y no al revés), y en ocasiones cuesta creerlos o comprenderlos. En cualquier caso lo que sí son, sin duda, es un buen motivo para la reflexión. ¿Qué es lo que verdaderamente nos hace humanos? ¿Es posible que el límite entre lo humano y lo artificial sea cada vez más difuso? ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?

Filipo II de Macedonia

Detrás de los grandes hombres de la Historia hay en muchas ocasiones personajes que quedan en un segundo plano, relegados a un protagonismo claramente menor, pero sin cuya intervención los primeros quizá no hubiesen logrado sus objetivos. Personajes importantes en la Historia puede haber cientos, o miles, pero tan grandes y fascinantes como Alejandro Magno muy pocos. Sin embargo, para ser justos, él también debe buena parte de sus éxitos a un protagonista que la cultura popular ha acabado por dejar oculto en la sombra de la gran figura del más famoso de los macedonios. Se trata de Filipo II de Macedonia, quien como algunos sabréis, fue el padre de Alejandro Magno. Y no me refiero a que Filipo engendrase al gran Alejandro III y por tanto este le debiera la vida, sino que existen razones políticas y estratégicas.

Filipo fue el tercer hijo varón de Amintas III, entonces rey de Macedonia, por lo que al tener dos hermanos mayores su destino no parecía en principio estar encaminado a gobernar. Sin embargo, ya desde muy joven mostró grandes capacidades de liderazgo, valentía e inteligencia; cualidades que hacían apuntar a un futuro grande. Su educación estuvo influida por un lado por Nicómaco, médico y consejero de su padre, y sobre todo por su relación de amistad con Aristóteles, hijo de Nicómaco y posterior mentor de Alejandro Magno. Aunque probablemente el aprendizaje que más le influyó y que más aprovechó a posteriori fue el que recibió en Tebas, cuando a los 14 años fue enviado allí para permanecer como rehén durante 3 años.

Tebas era entonces la principal potencia militar del mundo griego, y allí Filipo aprendió grandes tácticas de guerra entre las que destacaría el fortalecimiento y la mayor importancia de la infantería sobre las entonces predominantes tácticas de caballería. Llegado el momento en que comenzó a dirigir ejércitos macedonios, y basándose en las tácticas tebanas, Filipo creó la Falange macedonia: robustas y eficaces formaciones de infantería, en las que él mismo participaría en las batallas demostrando su valentía, y que posteriormente fueron empleadas por su hijo Alejandro y más tarde los romanos transformarían en las famosas legiones romanas.

Falange Macedonia (imagen de Johnny Shumate)

Muertos sus hermanos Alejandro II y Pérdicas III, Filipo quedó primero como regente del hijo de este último y posteriormente fue elegido oficialmente como rey de Macedonia. El país, y el mundo griego en general, pasaba entonces por una época muy convulsa, con guerras internas, cambios de monarcas y amenazas externas. Filipo logró hacer frente a todas esas adversidades y a base de importantes acciones bélicas y diplomáticas, consiguió estabilizar la región, situar a Macedonia como potencia hegemónica y ampliar sus dominios. En definitiva, Filipo II sentó las bases del futuro Imperio Macedonio y con sus hazañas allanó el camino para que su hijo Alejandro acabara conquistando medio mundo y pudiese pasar a la Historia como el gran Alejandro Magno.

Filipo II antes de la Batalla de Queronea (la primera en la que participaría Alejandro)